El invierno ya ha llegado y mi pueblo, San Bartolomé de Pinares, comienza a vestir de blanco. No quiero decir con ello que sus calles empiecen a llenarse de nieve. Ya en raras ocasiones sucede eso. Antaño, cuajaba tanto que los niños podían tirarse desde el punto más alto dentro de una caja de cartón, como si fuera un improvisado trineo, y bajar las pendientes a toda velocidad resbalando sobre el hielo. Mi abuela cuenta que, en ocasiones, tenía que sacar la pala de la cuadra para retirar la nieve de la puerta de su casa porque apenas se podía salir al exterior.
Cada año, las nevadas intensas, como las de entonces, son más un recuerdo que una realidad. El cambio climático nos ha conducido a estar prácticamente en manga corta en pleno mes de noviembre. Pero mi pueblo sigue igual de bonito. Cuando el cielo se tiñe de blanco y se refleja en el suelo; cuando las chimeneas comienzan a funcionar a pleno rendimiento y se encienden los braseros; cuando los bartolos se refugian en abrigos y bufandas de lana; y acumulan leña para sobrevivir al frío. Está precioso. Y quería reflejarlo en el texto que tenéis a continuación.
Creo que este es uno de esos relatos de libre interpretación según el lector. Mi visión del mismo es la de mi pueblo en invierno, pero he podido sorprenderme gratamente al escuchar otras opiniones de quienes pudieron leerlo antes de verlo publicado en Radhuk. Interpretaciones que hablan sobre la vejez, el paso del tiempo o el Alzhéimer. Y me ha parecido curioso a la par que bonito, porque creo que así, entre todos, enriquecemos estas líneas.
Espero que os guste 🙂 ¡Besos literarios!
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