Se acerca el 16 de enero y, como es habitual en estas fechas, estas Crónicas también se llenan de magia. No es para menos, las Luminarias de San Bartolomé de Pinares (Ávila) bien lo merecen.
¡Espero que os guste!
Besos literarios.
A mis abuelos María y Teófilo. Eternos.
De algodón parecen las nubes que al desperezarse dejan ver el cielo rosado. Amanece entre la nieve que se niega a abandonar su lecho de adoquines y ceniza. La mañana huele a humo, el que anoche arropó las montañas, las pequeñas casas de adobe y tejas maltratadas. El mismo que acogimos en el calor de nuestros abrigos. Humo purificador. Tan efímero y a la vez tan eterno, pero no aquí, en el viento. Aquí, en el pecho.
Caminan cogidos del brazo. Despacio. Ni siquiera el frío apura sus pasos. Tantos inviernos a su espalda han curtido su piel. Saben combatirlo. Saben ser valientes. Él se detiene a la entrada del pueblo justo cuando yo me pierdo en ellos, en sus cuerpos enfundados en lana, en sus manos enguantadas. Se agacha con cuidado. Le cuesta. Ella le sostiene con fuerza, como siempre. Y entonces el hombre se incorpora de nuevo. Entre sus dedos hay un rastro de ceniza plateada que contempla ensimismado, como si pensase que la nieve ha decidido teñirse de gris. La mujer le insta a continuar su camino, pero él no escucha. Mira en derredor y parece adquirir consciencia de pronto de que esta mañana es diferente a las demás.
—¿Ceniza? —susurra casi para sí mismo. Yo asiento. Él no me mira hasta que le surge la siguiente pregunta. Duda que duele—: ¿Qué pasó aquí anoche?
Anoche.
Ella respira hondo, con paciencia. Tanta paciencia… Tira suavemente de su brazo y encara la primera pendiente con la que nos recibe San Bartolomé de Pinares. Él se da la vuelta, siguiéndola, y lo único con lo que yo me quedo es con la pregunta del hombre de pelo níveo y frágil memoria que me ahoga a cada segundo que pasa sin obtener respuesta. Me quedo triste. Quizás él lo está aún más. Quizás. Aprieto los labios con rabia para separarlos después. Y cuando lo hago, el huracán de palabras se desborda por mi boca. Imparable, frenético. Como si fuera un niño que comienza a hablar y ya no puede detenerse. Temo que si callo ahora, callaré para siempre.
—Anoche las estrellas se desvelaron —digo lentamente. Los dos se giran. Me clavan sus ojos. Verde desteñido y marrón cansado se baten en duelo con el negro de mi mirada. Sólo el viento interrumpe mi voz, pero ésta no atiende ningún reclamo—. Anoche se desarroparon y desobedecieron las órdenes de la luna. No se fueron a la cama temprano. Se escaparon por la ventana de su cuarto y vistieron de blanco y plata este cielo. Caminaron como funambulistas sobre el abismo que les separaba de las montañas y encendieron las nubes como aquí el fuego prendió la tierra, la madera. Tuvieron envidia, tuvieron celos. Se preguntaron incontables veces por qué ellas no podían bailar —hago una pausa. Respiro el aire que ayer se quemó entre ovaciones y aplausos. Ese que hoy se escapa entre el monótono tañido de las campanas—. Anoche quienes bailaron fueron ellos: caballos de humo y llamas; jinetes de luz. Ardían al ritmo que el corazón late. Acariciaban las brasas en una milenaria danza. Se perdían en cada hoguera y en cada hoguera también se encontraban. El hierro resonaba sobre las piedras, se mezclaba con la alegre melodía de una trompeta. Los caballos abrazaron las llamas como quien saluda a un viejo amigo mientras una fina lluvia de ceniza perlaba sus crines. Anoche los crédulos recuperaron la fe en los cuentos de hadas, las leyendas y la magia. Porque anoche aquí cada Érase una vez cobró vida y comenzó a respirar.
El silencio nos engulle por completo. La mujer ya no tiene palabras. A él, con la más pura inocencia y una curiosidad casi infantil, le ha surgido otro interrogante.
—¿Cómo se llama la canción?
—¿Canción?
—Sí, con la que bailan los caballos y los jinetes.
Dejo escapar un par de segundos, el tiempo que tardo en recomponerme y encontrar la respuesta a su pregunta.
—Son las Luminarias —contesto—. Las Luminarias de San Bartolomé de Pinares, abuelo.
Mi abuelo lo repite. Es la primera vez en su vida que escucha esta historia y, a la par, no lo es.
Le sonríe a mi abuela. Ella le acaricia el pelo y continúan avanzando, subiendo esa cuesta tachonada de adoquines que a mí cada verano se me ha hecho eterna.
Eterna. Como el humo purificador y ellos.
Tan efímeros y a la vez tan eternos, pero no aquí, en el viento. Aquí, en mi pecho.
Ene 16, 2018 11:16 pm
Preciosa historia, gracias por compartirla
Sep 2, 2018 6:17 pm
[…] Porque este año decidí presentarme al concurso literario del pueblo más bello de Ávila con “Funambulistas” y el relato resultó ser el ganador del primer premio. ¡No os imagináis la ilusión que me hizo! […]