El invierno ya ha llegado y mi pueblo, San Bartolomé de Pinares, comienza a vestir de blanco. No quiero decir con ello que sus calles empiecen a llenarse de nieve. Ya en raras ocasiones sucede eso. Antaño, cuajaba tanto que los niños podían tirarse desde el punto más alto dentro de una caja de cartón, como si fuera un improvisado trineo, y bajar las pendientes a toda velocidad resbalando sobre el hielo. Mi abuela cuenta que, en ocasiones, tenía que sacar la pala de la cuadra para retirar la nieve de la puerta de su casa porque apenas se podía salir al exterior.
Cada año, las nevadas intensas, como las de entonces, son más un recuerdo que una realidad. El cambio climático nos ha conducido a estar prácticamente en manga corta en pleno mes de noviembre. Pero mi pueblo sigue igual de bonito. Cuando el cielo se tiñe de blanco y se refleja en el suelo; cuando las chimeneas comienzan a funcionar a pleno rendimiento y se encienden los braseros; cuando los bartolos se refugian en abrigos y bufandas de lana; y acumulan leña para sobrevivir al frío. Está precioso. Y quería reflejarlo en el texto que tenéis a continuación.
Creo que este es uno de esos relatos de libre interpretación según el lector. Mi visión del mismo es la de mi pueblo en invierno, pero he podido sorprenderme gratamente al escuchar otras opiniones de quienes pudieron leerlo antes de verlo publicado en Radhuk. Interpretaciones que hablan sobre la vejez, el paso del tiempo o el Alzhéimer. Y me ha parecido curioso a la par que bonito, porque creo que así, entre todos, enriquecemos estas líneas.
Espero que os guste 🙂 ¡Besos literarios!
Me gustas cuando blanco amaneces. El pálido cielo a juego con los adoquines de plata que te visten. Verdes, verdes brotes se abren camino en la piedra y la cosen con hilos de vida, como cicatrices que cierran recientes heridas. Aroma a fuego, aroma a humo. Aroma a hogar. Oigo al viento bramar entre los callejones. Sobre él cabalga un frío abrasador que lame con rabia la piel. Se funde con la carne. Un solo ser.
Me gustas cuando blanco amaneces. Y el sol alivia la pesadez del gélido aliento que se entierra en los huesos y el cuerpo entumece. Te disfrazas de invierno en pleno verano. Y la bruma te arropa ramificándose entre las casitas centenarias, como venas que tatúan la desnudez de mi anatomía.
Resuena. Resuena en tu silencio el eco de mis pasos. Se pierde en tus curvas, las montañas, y en la cima coronada, donde duermen los gigantes, grita con voz atronadora que mil veces reconstruiría los recuerdos que en mi memoria a fuego grabaste.
Me gustas cuando blanco amaneces y tus calles son canas de cuarzo que peinan las huellas de tiempos pasados. Y su eterna calma. Corazón varado. Varado en el deseo de echarse en brazos del olvido sólo para conocerte una vez más. De cero. Enamorarme lentamente. Para dormir a tu lado una y un millar de lunas. Y descubrir tu locura, que me gustas. También, cuando blanco amaneces.
Cuando blanco amaneces, el tiempo no entiende tus versos. Se detiene, paralizado por tus bellas arrugas. Aquellas que, sin saber, las dudas y secretos de quienes besan, ocultan.
Y susurran. Susurran «te quiero» las campanas. Repican en la cima de tu fe. Ensordecedoras se alegran. Se enfadan. Y retumban agitando las negras ramas de los árboles que, desamparadas y desnudas, desgarran el mortecino rojo del crepúsculo. Como si ardieran.
Me gustas cuando blanco amaneces y entretejes tu poesía a mi Literatura en los adoquines que me sirven de lienzo. Allí coloreo un sendero de segundos ya vencidos. Pienso, simplemente pienso, que aunque sienta por siempre tu aliento, algo de mí contigo en batalla cruenta ha caído. Serán las tardes de calor y extraña calma; serán los minutos en los que ignoramos al reloj; será la vida que de golpe dejé de otorgar a mis muñecas; será el amor desangrando su locura en cada recoveco del corazón adolescente. Creciente deseo. Utópica ambrosía. Prohibidas caricias.
Será todo aquello que me hizo entender que me gustas… cuando blanco amaneces.