La mente es poderosa. Demasiado, diría yo. El miedo (en ocasiones, irracional), puede bloquearnos hasta el punto de vivir pensando constantemente en cosas que aún no han sucedido, ni sucederán. A mí me pasa a menudo y aunque intento dejar a un lado la angustia, a veces es difícil. De esa clase de «miedos» trata el texto que tenéis a continuación.
Como siempre, muchísimas gracias por leerme. Sé que he estado un tiempo sin actualizar el blog, pero ya tengo preparados algunos borradores que espero publicar pronto.
¡Feliz semana!
PD: Escuché la nueva canción de La Oreja de Van Gogh, Abrázame, en un momento protagonizado por uno de esos «miedos». Y de ahí surgió este relato. 🙂
Sentí el frío cuando el sol se ocultó tras tu espalda. Sus débiles rayos acariciaron tu piel en su descenso hacia la noche y la oscuridad nos envolvió en un abrazo denso. Recuerdo ahogarme en la fuerza de sus manos invisibles. Recuerdo caer pesadamente. Las rodillas flexionadas, incapaces de sostenerme; Abatida el alma, triste y cansada. Sentí la vida temblar en un pulso eterno. Mi garganta emitió un grito que rompió las lejanas montañas, rasgando el horizonte. Y no. No pude levantarme. Aunque quise aferrarme a tu silueta ensombrecida. Aunque quise trepar por tu pecho hasta hacer de tus labios mi refugio. Aunque quise desprenderme del óxido que carcomía mis pensamientos. No pude. No pude: tuve miedo.
Me quedé sin cielo que mirar cuando el día se marchitó. Besaba el cemento mis piernas. Me hundía en él despacio, casi agonizando, retorciéndome y chillando. Se tragó la luna tu cuerpo, última de mis esperanzas, y una negra pesadilla, una tenebrosa tormenta, apretó mi cuello. Quise llamarte. Quise recuperar el tacto de tus dedos. Quise derrochar en tu nombre el aliento guarecido en mis pulmones. Quise verme fuerte en tu mirada para así enderezarme. Hacer de una herida la oportunidad de vivir. Y aunque todo eso quise, no pude. No pude: tuve miedo.
Tuve miedo.
De no ser. De no volver. De no verte. De no sentir. De perderme. De perderte. De morir.
Tuve miedo de mi.
Y solo de mí.
Del gatillo que nunca apreté.
Tuve miedo.
Sentí el frío cuando el sol se ocultó tras tu espalda. Sus débiles rayos acariciaron tu piel en su descenso hacia la noche y la oscuridad nos envolvió en un abrazo denso. Te miré cuando aún la luz me permitió encontrar tus ojos. Se hicieron un nudo nuestras manos y ante mí se derrumbó, moribundo y vacío, el óxido que carcomía mis pensamientos. Contemplé mi pecho desnudo. Dentro, más allá. Hacia la herida que engendraba una cicatriz. Y no caí pesadamente. No emitió mi garganta grito alguno. No se tragó tu cuerpo la luna, ni llegó jamás la tormenta. Mi alma, ni triste, ni cansada, estalló en llamas. Y por fin trepé ascendiendo por tus caderas, aferrándome a tu torso, para hacer de tus labios mi refugio.
Y no. Ya no tuve miedo.
No tuve miedo.