Una vez más nos desviamos del ritmo habitual de publicación, aunque el trabajo y una súbita gripe (o algo bastante parecido) son los culpables de este repentino cambio en el programa. Del trabajo no me quejo (Dios me libre), pero el resfriado podría haberme dejado tranquila.
Aún así, aquí estoy con un relato difícil de escribir, como me sucedió con Reinos encantados. Relatos en los que todo puede cambiar en cuestión de segundos. Para la protagonista de esta historia, en concreto, en cuestión de tres segundos. Un tictac marcado en el reloj que ojalá no fuera nunca tan fatídico.
¿Seguimos leyendo?
Espero a que la puerta se haya cerrado para volver a respirar. Tres segundos. Tres pasos en el umbral. Y se acaba. Ya está. Escucho el suave portazo antes de que la casa se suma en un silencio absoluto, tan grande como ensordecedor. Así tendría que haber sido el golpe de la puerta al cerrarse. La rabia y la ira tendrían que haber estallado en todas y cada una de sus vetas de madera demostrando que algo va mal. Pero no. Eso es lo peor. La calma de la rutina, de la normalidad que, sin embargo, se encuentra fuera de lo común. Si hubiera gritado, si las paredes hubiesen retumbado con ese portazo, yo habría ido detrás tragándome las lágrimas, con las maletas de la mano. Habría escapado para no regresar a la maldición de sus puños cerrados contra mis frágiles huesos. Tres segundos. Tres pasos en el umbral. Y sería libre.
El suelo del cuarto de baño está frío, aunque sólo lo percibo cuando me incorporo y noto las piernas entumecidas, los músculos agarrotados. Me acerco al lavabo y escupo. La sangre mezclada con la saliva tiñe de rojo la cerámica blanca. La boca me sabe a hierro. Bebo agua y vuelvo a escupir hasta detener la hemorragia, pero es imposible. Tengo el labio partido, me lo dice el espejo. Ojitos hinchados a causa del llanto, surcados de oscuras ojeras. Patas de gallo producto de mi reacción defensiva cada vez que él levanta el brazo. No precisamente para rodear mis hombros y besarme, ni para abrazarme y permitir que me refugie en su pecho sincronizando nuestros latidos. No para decirme sin palabras «Quédate» o «Te necesito». Eso es lo que me duele. No es mi labio partido ni los moratones que tatúan mi piel. Es mi corazón roto y ajado, desnutrido y cansado. Es el hecho de gritar al vacío «Vuelve conmigo».
Mis rodillas se quiebran bajo mi peso y nuevamente beso el suelo del cuarto de baño. No tengo fuerzas para salir al salón y afrontar la mirada de mi marido desde las fotografías enmarcadas en ornamentos de hierro por la simple razón de que no reconozco en esos ojos al hombre con el que me casé. No sé si aguanto por amor o si no huyo por miedo. Sólo sé que a cada lágrima que empapa mis mejillas su recuerdo se hace más palpable y el daño más insoportable.
Miro el reloj. Las cinco y cuarto de la tarde. «Vuelve conmigo». «No vuelvas».
No vuelvas.
Otra vez vuelvo a incorporarme. No puedo quedarme en casa con el labio así. Necesita puntos, y a pesar de ser enfermera no me veo capaz de coserme la herida a mí misma. Mi pulso no me lo permite, así que tengo que ir a un hospital. Uno diferente al de la última vez. Los médicos también sospecharán. Les diré que me he caído, pero aún así harán preguntas. Me da igual. Me sé las respuestas de memoria.
Salgo del cuarto del baño decidida a marcharme. Debería afrontar el vacío que ha dejado lo que un día fue y no regresar jamás a esta casa, a estas paredes salpicadas de sangre, testigos de mi agonía diaria. Debería desintoxicarme el alma de sus insultos, sus amenazas y sus golpes. Y él debería rogar por su humanidad. Aún así volvería. Aún así le perdonaría. Así, sin porqués. ¿Por qué? El portazo que marca el punto y aparte, el posterior silencio. Y lo comprendo: no hay porqués que perdonen esto. Ni siquiera esos que se esconden tras las palabras de amor que solíamos intercambiar.
Lo tengo todo. El abrigo, el bolso y una gasa apretada contra el labio inferior. Me acerco al recibidor y poso mi mano sobre el pomo.
Tres segundos.
Las llaves. ¿Dónde he puesto las llaves?
Dos segundos.
¡Ah! Aquí están.
Uno…
Contemplo con horror cómo la puerta se abre. Mis ojos se clavan en los hombros de mi marido. No me atrevo a mirarle a la cara.
—¿A dónde vas? —dice con un tono de voz meloso. Probablemente esperaba que aún siguiera escondida en el cuarto de baño.
—Yo sólo…
Me agarra del brazo y aprieta con fuerza.
—¡¿A dónde vas?!
Y me empuja contra el suelo. Caigo estrepitosamente. Mi bolso se abre y todo su contenido se extiende sobre las baldosas de color crema. Él pisa mi teléfono móvil sin inmutarse antes de patear el neceser con mi maquillaje, ese que jamás podría ocultar las cicatrices que sus manos han dejado sobre mi piel. Retrocedo intentando ponerme en pie. Es inútil. Me alcanza. Me agarra por el pelo. Entonces comienzo a temblar descontroladamente. Él sonríe. Sus labios curvados me provocan náuseas. ¿Esto es lo que le hace feliz? ¿Romperme una a una las costillas? ¿Sombrear de negro mis pómulos? ¿Hacer que mi cuerpo se desangre sobre la moqueta azul?
—No, por favor…
Demasiado tarde. Es como si todavía tuviera ganas de más, como si necesitara desahogarse golpeándome. Me cruza la cara de un bofetón. La palma de su mano se mancha con mi sangre y mis lágrimas, pero no parece importarle. Se limpia en su camisa blanca, esa que luego me dará para que yo misma la lave.
—¿Quieres casarte conmigo?
Recuerdo el anillo. Recuerdo cómo le tembló la voz al pedírmelo, quizás temiendo mi respuesta. Recuerdo que quise que aquel momento no se acabase nunca.
—Sí.
Fue mi condena. Ahora, la estela dorada de ese anillo agrieta los poros de mis mejillas.
Chillo desgarrando mis cuerdas vocales cuando él se sitúa sobre mí y no sólo me golpea, sino que intenta arrebatarme mi blusa de color turquesa. Pataleo y me revuelvo contra su cuerpo y, sin saber muy bien cómo, le propino un rodillazo en la cara.
Tres segundos, una única oportunidad.
Mi marido se retuerce de dolor mientras se lleva los dedos a la nariz y palpa el desastre. Lo más seguro es que le haya roto el tabique nasal. No me preocupa. Necesito salir de aquí. Corro atravesando el salón hasta llegar a mi habitación. El teléfono fijo descansa sobre la mesita de noche, junto a la lámpara.
Tres números. ¡Deprisa!
Los marco y espero ansiosa a que alguien al otro lado de la línea responda. Me incrusto el auricular prácticamente hasta el cerebro mientras escucho los tonos de espera. Toda una vida. Toda una eternidad.
Y de pronto él, con los ojos bañados en el fuego del infierno, arremete contra mí y vuelve a tirarme al suelo. Me obliga a soltar el teléfono, pero está tan cegado por la rabia que no finaliza la llamada.
Un segundo. Un toque.
Dos…
Alguien descuelga al otro lado de la línea. Yo grito desesperada Llega el primer golpe. El primero por decirlo de alguna manera. Es otro más de miles de millones que han ametrallado cada centímetro de mi cuerpo y de mi alma. Pido ayuda sin dejar de mirar hacia el teléfono, suplicante, preguntándome quién es este monstruo y qué hizo con el hombre amable y bueno al que le entregué mi corazón desprotegido para que lo despedazara sin piedad.
Llega el segundo golpe y luego el tercero.
Tres tonos. Tres segundos.
—Entonces yo os declaro marido y mujer.
Para mí no volverá a haber un cuarto.
Mar 8, 2018 7:38 pm
[…] escribir el final contrario al que vais a leer. De hecho, en un principio así iba a ser. Pero ya lo hice en una ocasión y tampoco quería dar a entender que sólo puede haber ese tipo de final. También he pensado […]
Mar 12, 2020 4:34 pm
Hola, me a gustado mucho, me a mantenido interesada. Teniendo una empatia total con esa mujer. Creo que es un microrrelato estupendo.
Mar 16, 2020 8:26 am
¡Hola, Ester! Muchas gracias por tu comentario. Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo 🙂